martes, 2 de noviembre de 2010

Capítulo 3

El sol se reflejaba en las aguas del canal. Tomaron un motoscafo, un taxi acuático privado, desde el aeropuerto Marco Polo. Aquel día de septiembre era cálido y soleado. Cruzaron la laguna y pasaron por delante de la piazza San Marcos y el puente de los Suspiros mientras iban de camino a su hotel.
Venecia. Edward Jamás habría esperado regresar allí. Sin embargo, decidió que debía adaptarse al juego. Haría lo que fuera, sería todo lo romántico que tuviera que ser para conseguir que Bella se casara con él antes de que recuperara la memoria.
La observó mientras cruzaban las aguas del canal. Los ojos le brillaban con sorpresa. Observaba la ciudad con un profundo asombro, del mismo modo en el que todos los hombres que la veían la miraban a ella.
El conductor del taxi no podía evitar mirarla constantemente por el retrovisor. McCarty, el guardaespaldas de Edward , estaba sentado detrás de ellos y, de vez en cuando, miraba a Bella algo más de lo que era estrictamente necesario.
Bella se había cambiado de ropa y se había duchado durante el vuelo que los condujo allí en su avión privado. El cabello oscuro le caía por encima de los hombros desnudos, rozando unos pezones que Edward se podía imaginar fácilmente bajo el vestido de punto de color rojo. El escote del vestido mostraba claramente la parte superior de los pechos.
Además, la prenda apenas le cubría los muslos. Se había pintado los labios de un rojo oscuro que iba a juego con el del vestido. Tenía las piernas esbeltas y perfectas, que terminaban el afilado tacón de aguja de las sandalias que llevaba puestas.
Edward no podía culpar a nadie por mirarla, aunque le habría gustado matarlos por hacerlo. Resultaba extraño que antes no hubiera sentido celos de que otros hombres miraran a Bella. Había dado por sentado que el resto de los hombres siempre quería lo que él. Edward, poseía. ¿Por qué había cambiado eso? ¿Por qué Bella llevaba a su hijo en las entrañas?
¿Por qué tenía intención de hacerla su esposa?
Por supuesto, Bella sería su esposa tan sólo en apariencia. Para proteger a su hijo, no porque sintiera algo por ella. Sólo sentía odio hacia ella y, tenía que admitir, que deseo.
Miró al conductor con tanta dureza, que el joven se sonrojó y apartó la mirada. Entonces, estrechó a Bella contra su cuerpo. Ella sonrió.
—Esto es muy bonito. Gracias por traerme aquí, aunque estoy segura de que te ha resultado muy inconveniente…
—Nada me resulta inconveniente si te da placer a ti —dijo él.
Entonces, le tomó la mano y se la llevó a los labios.
—Eres muy bueno conmigo —susurró Bella. Estaba visiblemente afectada por el modo como él la había besado.
El hecho de que ella se mostrara como una jovencita inocente turbó a Edward aún más. La femme fátale que él había conocido parecía haber desaparecido con sus recuerdos. Ataviada de aquella manera parecía aún la misma arrogante, cruel y fascinante criatura que había sido hacía unos meses, pero había cambiado completamente. Una vez más, se mostraba de nuevo como una virgen.
Ya no lo era. Edward se recordó el modo en el que habían concebido a aquel bebé y sintió que todo el cuerpo le ardía de deseo. Le miró el hermoso rostro y vio que las pupilas de ella se dilataban. Él recordó sin poder evitarlo todas aquellas semanas en Seattle cuando habían estado desnudos el uno junto al otro, cuando había creído que, bajo aquella hermosa y superficial apariencia, existía algo que merecería la pena poseer.
Había seguido siendo de la misma opinión hasta el día en el que la vio desayunando con su rival, dándole fríamente pruebas que le ayudarían a destruir su empresa.
«Recuerda ese momento. Recuerda cómo te traicionó y por qué». Le agarró con fuerza los hombros y recordó los días y las noches que pasaron juntos en junio. Acostarse con ella se había convertido en una adicción para él. Se había entregado a ella como jamás lo había hecho hasta entonces y como, sin duda, jamás volvería a hacerlo.
Se había considerado un hombre cruel. Fuerte. Sin embargo, Bella lo había superado de tal modo que no se había dado cuenta de lo que ella le estaba preparando. Por eso, la odiaba con todo su corazón. A pesar de todo, seguía deseándola. La deseaba con una pasión que lo consumía de tal modo que podría terminar destruyéndolo. Decidió que no cedería a la tentación. Aunque las semanas que había pasado con ella habían supuesto la experiencia más erótica de su vida, jamás volvería a poseerla. Si la besaba, podría estar encendiendo una llama que no podría controlar.
Observó a Bella. Ella parecía estar completamente asombrada por la relación que había entre ambos.
No lo comprendía. Al contrario de la Bella que había conocido, la que ocultaba tan bien sus sentimientos, la que tenía frente a él no escondía lo que sentía. Sus sentimientos se reflejaban claramente en su rostro angelical.
«Bien», se dijo. Era el arma perfecta para poder utilizarla contra ella. La convencería para que se casara con él. La cortejaría. La tomaría como esposa aquel mismo día. Haría todo lo que fuera necesario para que así fuera.
Excepto una cosa.
No volvería a llevársela a la cama. Nunca.
* * *

Bella levantó el rostro hacia el brillante sol que entraba por las ventanas del barco y se reclinó contra el poderoso cuerpo de Edward.
Entonces, él le sonrió. Aquel gesto le producía toda clase de extrañas sensaciones y le aceleraba los latidos del corazón. Sus días de oscuridad y soledad en el lluvioso Londres parecían no ser más que un distante sueño. Estaba en Italia con Talos. Embarazada de él. Se colocó la mano sobre el vientre.
El barco se detuvo en el muelle de un palazzo del siglo XV y ella levantó el rostro para observar la increíble belleza gótica de la fachada.
—¿Es aquí adónde íbamos?
—Sí. Es nuestro hotel.
Bella tragó saliva mientras descendía del taxi. No dejaba de imaginarse lo que sería compartir la cama con aquel hombre. Sólo por pensarlo, se tropezó en el muelle.
—Ten cuidado —dijo Edward mientras la agarraba del brazo.
Permanecieron en el muelle hasta que McCarty pagó al taxista y comenzó a ocuparse del equipaje. Durante ese tiempo, Bella no pudo dejar de admirar a Edward. Era tan alto, tan fuerte, tan guapo… Cuando él la estrechó de nuevo entre sus brazos, se preguntó si iba a volver a besarla. El pensamiento la asustó de tal manera, que se apartó de él con un gesto nervioso.
—Tendremos habitaciones separadas, ¿verdad? —susurró ella.Edward soltó una sonora carcajada y sacudió la cabeza—. Pero…
—No tengo intención alguna de perderte de vista —le dijo mientras le apartaba un mechón de cabello del rostro y le daba un beso en la sien—. Ni de dejar de abrazarte…
Entonces, le agarró la mano y la llevó al interior del palaciego hotel.
En su interior, Bella comenzó a darse cuenta de que las cabezas de todos los hombres se volvían para mirarla. ¿Por qué lo hacían? A su paso, no dejaban de murmurar entre ellos e incluso uno, que formaba parte de un grupo de jóvenes italianos, hizo ademán de acercarse a ella. Uno de sus amigos se lo impidió y le indicó discretamente la presencia de Edward.
Bella se sintió muy vulnerable y se sonrojó. Respiró aliviada cuando por fin Edward la condujo al ascensor. De repente, comprendió por qué la estaban mirando.
Era su vestido. El minúsculo vestido rojo que había sacado del armario de su casa de Volterra. Le había parecido lo más sencillo comparado con el resto de su guardarropa. Había esperado que terminara por acostumbrarse a la que era su ropa, pero se había equivocado. Efectivamente, el ceñido y escotado vestido y los zapatos de tacón de aguja eran como un imán para las miradas de los hombres.
Decidió que no sólo resultaba llamativa, sino que más bien parecía una prostituta a la que se le pagaba por sus servicios.
Cuando por fin llegaron a la suite del ático y la puerta se cerró, Bella lanzó un enorme suspiro de alivio. Gracias a Dios, por fin estaba a solas con Edward.
Entonces, se dio cuenta…
Estaba a solas con Edward.
Miró a su alrededor con cierto nerviosismo. La suite era muy lujosa.
El techo abovedado estaba cubierto de frescos. Una araña de cristal colgaba del techo. La chimenea de mármol… las hermosas vistas del canal desde la terraza… Todo era maravilloso, pero sólo había una cama.
—¿Salimos a cenar? —ronroneó Edward a sus espaldas. Bella se sonrojó y se dio la vuelta para mirarlo, esperando que él no fuera capaz de leer el pensamiento.
—¿Cenar? ¿Fuera? En realidad no me apetece salir esta noche —dijo, pensando en las miradas lascivas de los hombres que tendría que soportar.
—Perfecto —dijo él con sensualidad—. Nos quedamos.
Dio un paso hacia ella. Bella reaccionó dándose la vuelta y dirigiéndose a la ventana para contemplar la laguna. Se veían hoteles, barcos, góndolas y hermosos edificios por todas partes. Entonces, sintió que él le tocaba suavemente el hombro.
—¿Es éste el mismo hotel en el que nos alojamos antes? —le preguntó—. ¿Cuando nos conocimos?
—Yo me alojé aquí solo. Te negaste a subir a mi suite.
—¿Sí? —preguntó ella dándose la vuelta.
—Traté de hacerte cambiar de opinión… Pero tú te resististe —susurró, acariciándole suavemente la mejilla.
—¿Sí? ¿Cómo?
Edward sonrió. Deslizó los dedos desde la mejilla suavemente hacia los labios. La tocó allí tan suavemente, que Bella tuvo que acercarse un poco más a él para incrementar la sensación. Entonces, él le acarició una vez más el labio inferior y se inclinó para susurrarle al oído:
—Me hiciste perseguirte, mucho más de lo que he perseguido nunca a ninguna mujer. Ninguna mujer ha sido, ni será nunca, comparable a ti.
Cuando se apartó de ella. Bella sintió que los latidos del corazón y la respiración se le habían acelerado. Talos la miró como si supiera la confusión que había creado en ella.
—Bueno, ¿quieres que salgamos? ¿O prefieres que nos quedemos? —preguntó él, mirando la cama.
—He cambiado de opinión —dijo ella—. ¡Salgamos! —exclamó, tratando de ocultar su nerviosismo.
—Entonces, veo que, después de todo, tienes hambre.
Bella vio cómo sacaba la gabardina de ella del armario y se la daba.
Entonces, volvió a agarrarla por la cintura para conducirla a la salida.
La piel de ella volvió a vibrar.
Bella estuvo a punto de suspirar de alivio al ver que se marchaban de la fastuosa suite, con su enorme cama. Lo que Bella no sabía era que iba a ser el típico caso de escapar de un peligro exponiéndose a otro mayor.

sábado, 30 de octubre de 2010

Capítulo 2

Edward observó con ojos entornados a Bella mientras la acompañaba al Rolls-Royce negro que los estaba esperando frente a la puerta del hospital. No estaba fingiendo la amnesia. A pesar de su incredulidad inicial, Edward ya no tenía dudas. Bella no tenía ni idea de quién era él o de lo que ella había hecho. Y estaba embarazada de él. Eso lo cambiaba todo.

La ayudó a entrar en el coche con delicadeza. Ella no tenía equipaje. Uno de sus hombres había llevado el destrozado Aston Martin al taller mientras el otro se había ocupado del asunto del buzón. Bella llevaba puesto el vestido de seda negra y el bolso negro que había llevado al entierro de su padrastro el día anterior.

El vestido negro se le ceñía a los pechos y a las caderas cuando caminaba. La seda relucía con cada uno de sus movimientos al igual que el oscuro y lustroso cabello, que en aquella ocasión llevaba recogido en una coleta.

No llevaba maquillaje. Eso le daba un aspecto diferente. Talos jamás la había visto sin lápiz de labios, aunque con su delicada piel, gruesos labios y brillantes ojos azules, no lo necesitaba para conseguir que todos los hombres, cualquiera que fuera su edad, se volvieran para mirarla en la calle. Cuando ella se giró y lo miró, sonriendo dulcemente, Edward tuvo que reconocer que distaba mucho de ser inmune a sus encantos.

—¿Adónde vamos? —le preguntó ella—. No me lo has dicho.

—A casa —replicó él mientras la hacía entrar en el coche y cerraba la puerta.

A él, el modo en el que reaccionaba su cuerpo le resultaba irritante… y turbador a la vez. No le gustaba. La odiaba. Cuando la vio por primera vez en el hospital, Bella tenía un aspecto pálido y enfermo que distaba mucho de la vivaz y voluptuosa mujer que él recordaba.

Dormida tenía un aspecto inocente, mucho más joven de los veinticinco años que tenía. Parecía muy menuda. Frágil.

Talos había ido a Londres para destrozar su vida. Llevaba tres meses soñándolo. Sin embargo, ¿cómo podía vengarse de ella si Bella no sólo no recordaba lo que le había hecho sino que, además, estaba embarazada de él?

Apretó los puños y se dirigió hacia el otro lado del coche. Aunque sólo estaban en septiembre, el verano parecía haber abandonado repentinamente la ciudad. En el cielo, había unas nubes bajas y grises y caía una pertinaz lluvia. Se montó a su lado y Bella inmediatamente, se volvió para seguir preguntándole:

—¿Dónde está nuestra casa?

—Mi casa está en… Port ángeles —dijo mientras cerraba la puerta.

—¿ Port ángeles ? —preguntó ella, boquiabierta.

—Allí es donde yo vivo y tengo que cuidarte. Me lo ha ordenado el médico —añadió, con una tensa sonrisa.

—¿Y yo vivo allí contigo?

—No.

—¿No vivimos juntos?

—A ti te gusta viajar —respondió él con ironía.

—Entonces, ¿dónde está mi ropa? ¿Y mi pasaporte?

—Seguramente en la finca de tu padrastro. Mis empleados recogerán tus cosas y se reunirán con nosotros en el aeropuerto.

—Pero… Yo quiero ver mi casa. El hogar de mi infancia. ¿Dónde está?

—La finca de tu padrastro está a las afueras de Olimpia, según creo. Sin embargo, no creo que ir allí de visita te vaya a ayudar. Pasaste allí una noche antes del entierro. Pero hace mucho tiempo que ese lugar no es tu hogar.

—Por favor,Edward. Quiero ver mi casa…

Él frunció el ceño y contempló el suplicante rostro de Bella . Parecía haber cambiado mucho. Su amante de antaño jamás le habría suplicado nada. De hecho, ni siquiera la recordaba pronunciando la palabra «por favor». Excepto…

Excepto la primera noche que se la llevó a su cama, cuando, tras derribar todas sus defensas, Talos descubrió que la mujer más deseada del mundo era, en contra de todo lo esperado, virgen. Mientras la penetraba, ella lo miró con una callada súplica en los ojos y él pensó… casi pensó…

Apartó aquel recuerdo violentamente. No pensaría cómo había sido el pasado con ella. No pensaría en cómo ella había estado a punto de hacerle perder todo, incluso la cabeza.

—Muy bien, te llevaré a tu casa, pero solo para recoger tus cosas. No podemos quedarnos.

El encantador rostro de bella se iluminó. Parecía tener muchos menos años sin maquillaje, muchos menos que los treinta y ocho años que él tenía.

—Gracias.

Otra palabra que jamás le había escuchado antes.

Se reclinó en los suaves asientos de cuero beige del coche mientras el chófer atravesaba la ciudad para dirigirse al norte del país. Observó la lluvia durante un rato y luego cerró los ojos. Se sentía tenso y cansado por el ajetreo de los últimos dos días.

Bella embarazada.

Aún no se lo podía creer. No era de extrañar que ella se hubiera estrellado con el coche. Sólo pensar que iba a perder su figura y que no iba a poder ponerse todos los modelos de diseño que poseía debía de haberla desquiciado. Meses enteros sin poder beber champán, sin trasnochar con todos sus ricos, guapos y superficiales amigos. Bella seguramente debió de sentirse furiosa.

Edward no le confiaría el cuidado de una planta, y mucho menos el de un niño. Ni siquiera parecía tener instinto maternal. No podría querer a un niño. Era la persona menos cariñosa que Edward había conocido nunca.

Lentamente, abrió los ojos. Hacía poco más o menos una hora que sabía lo del niño, pero estaba completamente seguro de una cosa. Tenía que protegerlo.

—Entonces, no vivo en Volterra —dijo ella, de repente. Al mirarla, Edward vio que ella tenía un aspecto triste y abatido—. ¿No tengo casa?

—Vives en hoteles —respondió, fríamente—. Ya te lo he dicho. Viajas constantemente.

—Entonces, ¿cómo consigo tener trabajo?

—No tienes trabajo. Te pasas los días comprando y asistiendo a fiestas por todo el mundo. Eres una heredera. Una mujer bella y famosa.

—Estás bromeando…

—No —dijo él, sin entrar en detalles. No podía explicarle cómo sus disolutos amigos y ella se pasaban el tiempo viajando, bebiéndose todas las bebidas de cada hotel de lujo en el que se alojaban antes de pasar al siguiente. Si lo hubiera hechoBella podría haber notado el desprecio en su voz y cuestionar así la naturaleza de sus verdaderos sentimientos.

¿Cómo era posible que lo hubiera atrapado en sus redes una mujer como ella? ¿Qué locura se había apoderado de él para terminar convirtiéndose en su esclavo? ¿Cómo podía asegurarse de que su hijo jamás se viera descuidado, herido o abandonado por ella después de que recuperara su memoria?

De repente, se le ocurrió un nuevo pensamiento.

Si ella no podía recordarlo a él, si no podía recordar quién era ella ni lo que había hecho, eso significaba que no tenía ni idea de lo que estaba a punto de venírsele encima. No tendría defensa alguna.

Una lenta sonrisa le frunció los labios. Preparó un nuevo plan. Se lo quitaría todo, incluso el hijo que llevaba en las entrañas. Y ella ni siquiera lo vería venir.

—Entonces, vine aquí para el entierro de mi padrastro —dijo ella suavemente—, pero no Italiana

—Tu madre lo era, según creo. Las dos regresaron Volterra hace algunos años.

—¡Mi madre! —exclamó ella más contenta.

—Murió —le informó él secamente. Entonces, recordó que se suponía que él estaba enamorado de ella. Tenía que hacérselo creer si quería que su plan tuviera éxito—. Lo siento mucho,Bella, pero, por lo que yo sé, no tienes familia.

—Oh…

La tomó entre sus brazos y la estrechó con fuerza contra su pecho.

Le dio un beso en la parte superior de la cabeza. A pesar de su estancia en el hospital, el cabello le olía a vainilla y azúcar, los aromas que siempre asociaría con ella. El olor hizo que el cuerpo se le tensara inmediatamente de deseo.

No entendía por qué no podía dejar de desearla después de todo lo que ella le había hecho. Había estado a punto de arruinarlo, ¿cómo era posible que su cuerpo aún siguiera anhelando su contacto? ¿Acaso era un hombre sin honor ni orgullo? Claro que los tenía, pero el modo como ella tenía de actuar, incluso comportándose de un modo tan inocente, lo atraía como si fuera una llama. Recordó la fiera pasión que ardía dentro de ella y que él era el único hombre que la había saboreado…

«¡No!». No pensaría en ella en la cama. No la desearía. Demostraría que tenía control sobre su cuerpo.

Bella agarró con fuerza la manga de Talos y apretó el rostro contra la impoluta camisa.

—No tengo a nadie —susurró—. Ni padres. Ni hermanos. A nadie.

Edward la miró y le hizo levantar la barbilla para poder ver cómo las lágrimas llenaban aquellos maravillosos ojos azul violeta.

—Me tienes a mí.

Bella tragó saliva y examinó el rostro de Talos como si estuviera tratando de encontrar sentimientos detrás de la expresión de su rostro.

Él trató de reflejar preocupación y admiración, amor por ella, sin sentir realmente nada de ello.

Bella suspiró. Entonces, una suave sonrisa se le dibujó en los labios.

—Y a nuestro hijo —dijo.

Edward asintió. Efectivamente, su hijo era la razón por la que tenía que asegurarse que el control que ejercía sobre Bella fuera absoluto. La razón por la que tenía que conseguir que creyera que sentía algo hacia ella.

No era diferente de lo que, en una ocasión, ella le había hecho a él.

Conseguiría que creyera que podía confiar en él. Haría que aceptara casarse con él. Y entonces…

En el momento en el que estuvieran casados, la finalidad de su vida sería conseguir que ella recordara la verdad. Estaría a su lado cuando Bella por fin rememorara todo. Contemplaría cómo la sorpresa se apoderaba de su rostro. Entonces, la aplastaría. La venganza consiguió alegrar su corazón.

«No se trata de venganza, sino de justicia», se dijo.

Se inclinó hacia delante y la estrechó con fuerza en el asiento trasero del Rolls-Royce.

— Bella —dijo, enmarcándole el rostro entre las manos—. Quiero que te cases conmigo.

¿Casarse con él?

«Sí», pensó Bella mientras observaba extasiada el hermoso rostro de Edward. Al sentir cómo las fuertes manos de él acariciaban la suavidad de su piel, experimentó una calidez que le llegó hasta los senos y más allá.

¿Cómo podía ser un hombre tan masculino, tan guapo y tan poderoso al mismo tiempo? Edward representaba todo lo que su vacía y asustada alma podía desear. Él la protegería. La amaría. Haría que su vida fuera completa.

«Sí, sí, sí».

Sin embargo, cuando estaba a punto de pronunciar las palabras, algo se lo impidió. Algo que no podía comprender le hizo apartar el rostro de las caricias de Edward.

—¿Casarme contigo? —preguntó mirándolo a los ojos. Sintió que los latidos del corazón se le aceleraban—. Si ni siquiera te conozco.

Edward parpadeó. Bella comprobó que él estaba sorprendido. Entonces, frunció el ceño.

—Me conociste lo suficientemente bien como para concebir a mi hijo.

Bella tragó saliva.

—Pero no me acuerdo de ti. No sería justo casarme contigo. No estaría bien.

—Yo me crié sin padre. No tengo intención de que mi hijo tenga que soportar eso. Daré un apellido a nuestro hijo. No puedes negármelo.

¿Negárselo? ¿Cómo podía una mujer negarle algo a Edward Cullen?

«Sin embargo, no me parece bien».

Respiró profundamente y apartó la mirada. Miró por la ventanilla y comprobó que habían dejado atrás las afueras de Londres para adentrarse en la dulce y verde campiña.

— Bella …

Miró a Talos. Era tan guapo y tan poderoso… Su gesto indicaba que estaba claramente decidido a salirse con la suya, pero algo en su interior la obligaba a resistirse.

—Gracias por pedirme que me case contigo —dijo ella—. Es muy amable por tu parte, pero aún faltan meses para que nazca mi niño…

—Nuestro niño.

—Y yo no puedo convertirme en tu esposa cuando ni siquiera me acuerdo de ti.

—Ya veremos.

El silencio se apoderó de ellos durante lo que restaba de viaje. Por fin, el coche se apartó de la carretera y tomó un sendero Bella vio por fin una mansión situada en la base de las colinas, cuya silueta se reflejaba en un amplio lago.

—¿Es ésa la casa de mi padrastro?

—Sí.

El coche fue avanzando por los jardines de la casa hasta que, por fin, se detuvo en la entrada. Bella contuvo el aliento y estiró el cuello para poder verla bien. No se creía lo que veía.

—¿Y yo he vivido aquí?

—Sí. Y ahora es tuya, junto con una gran fortuna.

—¿Y cómo lo sabes tú?

—Tú te enteraste ayer, cuando asististe a la lectura del testamento.

—¿Pero cómo lo sabes tú? —insistió ella.

—Me aseguraré de que recibes una copia del testamento. Vamos —dijo, invitándola a entrar en la casa. En el interior, cinco sirvientes esperaban en el vestíbulo, acompañados por la que debía de ser el ama de llaves.

—Oh, señorita Isabella… —susurró la mujer sollozando sobre el delantal—. Su padrastro la quería mucho. ¡Se alegraría tanto de ver que por fin regresa usted a casa!

¿Casa? Pero si no era su casa. Aparentemente, llevaba años sin poner el pie en aquella casa.

—Era un buen hombre, ¿verdad? —preguntó. Decidió cambiar de tema al ver el rostro entristecido del ama de llaves.

—Sí que lo era, señorita. El mejor. Y la quería a usted como si fuera hija suya de verdad, aunque en realidad no lo fuera. Y, además, estadounidense. Se alegraría tanto de ver que por fin ha regresado después de tanto tiempo…

—¿Tanto ha sido?

—Seis o siete años. El señorVulturi siempre la invitaba a que viniera por Navidad, pero usted…

El ama de llaves interrumpió de nuevo sus palabras y volvió a secarse una vez más las lágrimas con el delantal.

—Pero nunca lo hice, ¿verdad?

La anciana negó tristemente con la cabeza.

Bella tragó saliva. Aparentemente, había aceptado el dinero de su padrastro y había dejado que él pagara sus facturas mientras ella se divertía por todo el mundo, pero ni siquiera había tenido la amabilidad suficiente como para volver a visitarlo.

Y había muerto.

—Lo siento —susurró.

—Deje que la acompañe a su habitación. La encontrará exactamente igual que la dejó la última vez que estuvo aquí.

Poco después, en la oscuridad de su dormitorio, seguida siempre por Edward, Bella apartó las cortinas y, al volverse a ver su dormitorio, ahogó un grito de desolación. Todo era rojo y negro. Moderno. Sexy. De mal gusto.

Siempre observada por Talos, examinó el dormitorio, tratando desesperadamente de encontrar algo que le dijera lo que necesitaba saber. Abrió las puertas del armario y deslizó las manos por las prendas que colgaban de las perchas. La ropa era como la habitación. Ropa apropiada para una mujer que deseaba la atención de los demás y sabía cómo mantenerla.

Se echó a temblar.

Abrió más puertas y tocó cada artículo ligeramente con las manos.

Zapatos de tacón de aguja. Un bolso de Gucci. Una maleta de Louis Vuitton. Encontró su pasaporte y lo hojeó, buscando respuestas que no encontró. Zanzíbar, Bombay, Ciudad del Cabo…

—Veo que no bromeabas —dijo—. Viajo constantemente. En especial durante los últimos tres meses.

—Sí, lo se…

Bella echó el pasaporte en la maleta junto a algunas de aquellas seductoras prendas y zapatos que le resultaban completamente ajenos, como si pertenecieran a otra persona. Se apoyó contra la cama y miró a su alrededor.

—Aquí no hay nada.

—Te lo dije.

Con desolación, recorrió la librería con la mirada. Tenía revistas de moda, de hacía muchos años, y unos cuantos volúmenes sobre etiqueta y encanto personal. Encima de éstos, había otro libro cuyo título la hundió por completo Cómo atrapara un hombre.

—Nunca has tenido problema con eso —comentó él.

Bella sintió que el corazón estaba a punto de rompérsele al ver que Edward era capaz de hacer bromas. Agarró el libro y se lo lanzó a él.

Talos lo atrapó sin dudar.

—Mira, Bella . No importa…

—Claro que importa. ¡Todas estas cosas me dicen quién soy! —exclamó, señalando el armario—. Acabo de descubrir que era la clase de chica a la que sólo le preocupaban las apariencias, que no le hacía ni caso a un padrastro que la adoraba y que jamás se preocupaba por regresar a casa en Navidad —añadió, con los ojos llenos de lágrimas—. Además, dejé que muriera solo. ¿Cómo puedo haber sido tan cruel?

Llena de desolación, tomó una polvorienta fotografía. En ella, se veía a un hombre guiñando el ojo con descaro, una hermosa mujer de cabello Rubio que reía de alegría y, entre ambos, una niña regordeta que sonreía a la cámara.

Bella miró a los adultos que aparecían en la fotografía durante un largo tiempo, pero no pudo recordar nada. Tenían que ser sus padres, pero no se acordaba de ellos. ¿Sería cierto que no tenía alma?

—¿Qué has encontrado?

—Nada. No me ayuda —respondió ella, arrojando la fotografía sobre la cama. Entonces, se cubrió el rostro con las manos—. No me acuerdo de ellos. ¡No puedo!

Talos cruzó la habitación y la agarró por los hombros.

—Yo apenas conocí a mis padres, pero eso no me ha hecho daño.

—No es sólo el pasado —susurró ella—. ¿Por qué ibas tú a querer estar con una persona como yo, sin personalidad alguna y sin corazón?

Talos no respondió.

—Ahora, es demasiado tarde —añadió—. He perdido a mi único familiar. No tengo hogar.

—Tu hogar es el mío.

Bella lo miró, sin saber si podía creerlo.

—Deja que te lo demuestre —añadió, acariciándole lentamente los brazos.

Ella se enfrentó al impulso de acercarse a él, de apretarse contra su pecho. Sacudió la cabeza y respiró profundamente.

—No puedo.

—¿Por qué?

—¡No quiero que te cases conmigo por pena!

Edward la envolvió lentamente con los brazos, deslizando las manos sobre la seda del vestido y dejando que ésta le acariciara deliciosamente el cuerpo.

—Te aseguro que lo último que siento por ti es pena.

Bella cerró los ojos y, muy a su pesar, se inclinó hacia delante.

Ansiaba sentir más caricias. Quería notar su calor, su tacto… Edward la abrazó más estrechamente. Ella aspiró el aroma que emanaba del cuerpo de él y la calidez que se desprendía de sus ropas.

—Vente conmigo —susurró—. Vente conmigo a port ángeles y conviértete en mi esposa.

Bella sintió la dureza del cuerpo de Edward contra el suyo. Era mucho más alto que ella, más poderoso. Le acarició suavemente las caderas, recorriéndole la espalda mientras los senos de Bella se aplastaban contra su pecho.

Ella tragó saliva y se echó a temblar.

—No puedo marcharme así. Necesito recuperar la memoria, Edward. No puedo dejarme llevar sin saber quién soy. No me puedo casar con un desconocido, aunque tú seas el padre de mi hijo…

—En ese caso, te llevaré al lugar en el que nos conocimos. Al lugar en el que empezó todo —susurró él sin dejar de mirarle los labios—. Te mostraré el lugar en el que te besé por primera vez.

—¿Y cuál es?

—Venecia…

—Venecia —repitió ella. Sabía que debía negarse. Sabía que debía quedarse en Volterra y consultar al especialista que el doctor Black le había recomendado, pero no pudo pronunciar ni una palabra.

Permaneció atrapada en sus sueños románticos. Atrapada en él.

Edward levantó una mano para acariciarle suavemente el labio inferior con el pulgar.

—Ven a Venecia —dijo—. Te lo enseñaré todo —añadió mientras le enmarcaba el rostro con las manos—. Y luego, te casarás conmigo.

espero que les haya gustado el cap

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